PENA CUMPLIDA

Pablo Goncálvez violó a una mujer y asesinó a otras tres entre 1991 y 1993. Protagonizó uno de los casos más duros de la crónica policial del Uruguay. La Justicia lo condenó a 30 años de prisión. El entonces joven estudiante de Ciencias Económicas trabajó y estudió, y así redujo su pena.

El hombre que desde la década de los 90 cumple una de las penas más largas en prisión, quedará libre este mes. Pablo Goncálvez mató a tres mujeres de forma premeditada y violó a una cuarta entre 1991 y 1993. Tras 8.520 días entre rejas, el “asesino serial de Carrasco”, como lo llamó la prensa de la época, cumple con la pena que le impuso la sociedad. Dejará la chacra en Lavalleja, donde está recluido, para volver a vivir en libertad.

Aquel joven que ingresó a prisión el 22 de febrero de 1993, cuando tenía 22 años, sale ahora con 46. Estando preso se casó y se divorció. Fue padre, aunque hoy no tiene contacto con su hija. Durante la reclusión estudió Informática, Derecho, Economía, luego de dictar cursos de inglés a otros reclusos. Tuvo una conducta correcta en sus últimos tiempos de prisión. Su caso, analizado más de una vez en la cátedra de Psiquiatría de la Facultad de Medicina, se cierra luego de 23 años. Al menos concluye una parte del caso: la del crimen y el castigo.

Goncálvez, una vez que cruce la puerta de la cárcel de Campanero, se enfrentará al desafío de rehacer su vida.

“Su liberación va a generar miedo”, resume el exjuez Rolando Vomero, el primer magistrado que procesó a Goncálvez.

Cuando Goncálvez fue detenido a su regreso de Brasil, la Policía y el juez lo interrogaron durante horas. Los hechos perpetuados no parecían haber sido concebidos por aquel joven de aspecto tranquilo y un coeficiente intelectual por encima de la media. Los rasgos de su personalidad encajaban con lo que los manuales de psiquiatría definen como “psicópata”. Días antes de que la policía hallara al autor del crimen, el psiquiatra Andrés Flores Colombino explicaba a la prensa que a diferencia de un psicótico que sufre alucinaciones y está por fuera de la realidad, un psicópata suele comportarse como un sujeto “cuerdo”, pero que tiene una “ausencia de moral”. No hay remordimiento, no median las normas entre el pensamiento y el pasaje a la acción y se utiliza al otro sin que se vea como un otro.

Por eso no hay que esperar un arrepentimiento de Goncálvez. Los psiquiatras consultados por El País insisten en que es un trastorno “crónico” y que se necesita de la voluntad de la persona para que los tratamientos sean efectivos. ¿Eso significa que volverá a cometer un crimen? “Es poco probable”, dice el psiquiatra forense Yamandú Martínez.

A ese temor público que puede generar el hecho, se le suma la probabilidad de que el hasta ahora recluso sufra las consecuencias de quien desea hacer justicia por mano propia. Por ahora no hubo amenazas, pero desde el entorno de Goncálvez se busca asegurar su integridad física y psicológica.

El asesino ya contaba con salidas transitorias. Ese fue su único beneficio desde que está en prisión. Había sido condenado a 30 años, pero redujo la pena por días de estudio y trabajo. La fiscal Patricia Lanzani solo autorizaba las salidas con custodia, por más que la Defensa pedía hacerlo sin acompañantes policiales “por lo lejos que está su familia”.

Prontuario.

Los delitos de Goncálvez habían comenzado en 1991. Una limpiadora de un hospital, a quien erróneamente se la tildó de enfermera, se había presentado en la seccional 14, en Punta Gorda, para hacer una denuncia. La señora llevaba los documentos de un estudiante de Ciencias Económicas que usaba pelo corto y lentes. Frente a los policías dijo que un tal Pablo Goncálvez la amenazó, esposó y luego violó. Como al presunto violador se le había caído su billetera, ella pudo rescatar la cédula de identidad del agresor e hizo la acusación una vez liberada. Nadie le creyó porque no se encontraron las esposas, pero sembró el primer antecedente.

Fue recién luego del tercer asesinato, en febrero de 1993, que se pudo tirar de la piola y se encontró al culpable. La Policía llevaba meses investigando, había interrogado a más de 300 personas y no había caso. De hecho el primer homicidio, el de la joven Ana Luisa Miller Sichero, fue el último en resolverse.

Miller era una docente de Historia, hermana de la tenista Patricia Miller, que tenía 26 años cuando fue asesinada. El hecho ocurrió en el pasaje del 31 de diciembre de 1991 al 1º de enero de 1992. Murió al ser sofocada y luego arrojada a la playa en la costa de Canelones, poco después de amanecer.

En un principio las sospechas pendieron sobre su novio. Junto a él, Miller recibió el año nuevo y fue a bailar al Old Christians. Luego Miller había dejado a su pareja en la casa, ella conducía su auto Fiat Uno, y no se supo más nada. El caso recién se cerró completamente ocho años después, con Goncálvez ya preso por otros dos asesinatos. El haber encontrado el auto a media cuadra de la casa del asesino fue clave.

El segundo asesinato ocurrió el 20 de setiembre de 1992. Ana Gabriela Castro Pena, de solo 15 años, había salido a bailar a England, donde Goncálvez era habitué —unos dicen que era “tarjetero” y otros que allí pasaba música. Castro apareció muerta, 20 días después, en la playa Mansa de Punta del Este. También había sido asfixiada. La clave fue el retazo de una corbata de franjas blancas y verdes anudada, que era idéntica a un juego que se encontró en la casa de Goncálvez.

La tercera y última víctima fue María Victoria Williams, una salteña que estudiaba en Montevideo y tenía 22 años. El 8 de febrero de 1993 ella aguardaba para tomarse el ómnibus, a pocos metros de la casa de Goncálvez. Él le pidió ayuda porque su abuela, con quien vivía, estaba desmayada. La joven ingresó a socorrerlo y cuando intentó llamar a la emergencia móvil, él la tomó por la espalda, la desvaneció con un gasa con éter, la asfixió con una bolsa y escondió detrás del sillón durante un día y medio. Luego la fue a “enterrar”. La clave fue que Goncálvez confesó haber arrojado a un baldío una libreta de su víctima anterior y una agenda de Williams, parcialmente destruida.

La Defensa de Goncálvez luego dijo que el asesino confesó bajo tortura, pero la convención regional de Derechos Humanos respaldó el accionar policial y judicial. El 22 de febrero de 1993, más de un año después del primer asesinato, Pablo Goncálvez fue procesado con prisión. Sobre él pendió una condena de 30 años de cárcel que, gracias a los días de estudio y trabajo realizado, completan 23 años y cuatro meses. “Si la pena se cumple, sale”, explica Raúl Oxandabarat, portavoz de la Suprema Corte de Justicia. “No se puede dejar detenido más días porque eso es privación de libertad”. Hasta el momento se desconoce si la Defensa de Goncálvez pedirá custodia especial por temor a represalias. “Si no hay amenazas fundadas, es difícil que se le conceda la solicitud”, dice.

Entre rejas.

La vida en la cárcel no empezó fácil para Pablo Goncálvez. Algu- nos policías lo miraban con recelo. Cuentan que pudo haber fundido el motor de algunos autos oficiales. El recluso trabajaba en el taller mecánico del penal de Libertad y, según dicen policías consultados por El País, cuando algunos de sus pedidos no tenían respuesta, vertió azúcar en el tanque de nafta de los vehículos en reparación.

Cuando llevaba seis años de reclusión, recibió varias puñaladas debajo de la clavícula izquierda —en la jerga carcelaria significa que “la próxima es la muerte”—. Estuvo hospitalizado 13 días y fue derivado a Cárcel Central.

Allí se casó con Alejandra, una exvecina de Carrasco que lo iba a visitar a la cárcel. Fue una ceremonia modesta, participaron unos 30 invitados entre familiares y otros reclusos. La pareja tenía derecho a visitas de dos horas en la celda conyugal. Juntos tuvieron una hija con la que hoy Goncálvez no tiene contacto. Desde hace unos años la pareja está divorciada.

Otra de las visitas relevantes que recibió Goncálvez fue la del exarzobispo de Montevideo, Nicolás Cotugno. El 9 de julio de 2000, poco después de haberse enterado de su condena por el asesinato de Miller, el recluso quiso comulgar. Cotugno le entregó la hostia con motivo de celebrarse el Día del Jubileo de los Presos.

Su progresiva buena conducta, por más que no solía lidiar demasiado con otros presos, lo llevó a la cárcel de mínima seguridad en Lavalleja. Allí dictó cursos de inglés, trabajó en oficios vinculados a la electrónica y gozó de salidas transitorias, dos veces por semana, siempre acompañado por un custodio.

Cada vez que hay visitas en la cárcel, recuerda un oficial, Goncálvez se coloca un gorro de lana por miedo a ser fotografiado. De hecho, al ser consultado para esta nota, el recluso respondió: “Yo a usted no lo conozco y no tengo interés de hablar, la próxima vez que llame le hago una denuncia por acoso”.

El pibe “de bien” que dejó en vilo a toda la sociedad.

Pasaron más de 400 días entre el primer y el último asesinato, pero la policía no encontraba al autor. Se llegó a pensar que era una mujer o varias. La sociedad y el gobierno de turno no salían de su asombro: tres jóvenes aparecieron muertas, las tres por causas similares y las tres eran de Carrasco. Pero lo que más sorprendió ocurrió a mitad de febrero de 1993, cuando se supo que el asesino era un joven de solo 22 años, estudiante universitario y proveniente de una familia acaudalada.

Pablo José Goncálvez Gallareta era hijo de Hamlet Goncálvez, un diplomático uruguayo con trayectoria en España, Cuba, Perú y Paraguay, y de quien se dice fue agente de la CIA.

Durante la estadía de sus progenitores en Bilbao, en el País Vasco, el 6 de marzo de 1970 nació Pablo. A los nueve años se radicó en Uruguay. Cursó la escuela en un colegio privado y fue a un liceo público. A su egreso comenzó a estudiar Ciencias Económicas.

Era un cristiano confeso que vivía en una casona de Carrasco. Al fondo tenía un taller donde reparaba motos, de ahí que ese oficio sea el que primero desempeñó en la cárcel. Tenía amigos, aunque varios han declarado que a Goncálvez le costaba el relacionamiento, sobre todo la empatía.

Tuvo una novia estable hasta 1991 y desde entonces sus actos violentos quedaron en evidencia. En julio de 1992, cuando murió su padre, el joven comenzó a trastabillar en los estudios y se apartó aún más de sus compañeros.

La tranquilidad con la que a la postre reconstruyó los asesinatos, extrañó al juez Rolando Vomero. Si bien Goncálvez negó todo en un principio, luego se “derrumbó” y confesó. Pero jamás habló de estar arrepentido.

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